jueves, 2 de marzo de 2023

Terrorismo Infantil

 

Otra de esas cosas que encontré en la vieja computadora. La carpeta que los contenía se llama El Lugar de los Chicos es la Calle; creo que era uno de mis cientos de proyectis truncos. No puedo evitar el orgullo al señalar que en el suceso al que remite este relato el héroe lleno de arrojo fuí yo. Como el dibujo es una incapacidad insuperable para mi, decidí compensarme convirtiendo al personaje en Profesor de Plástica. El resto es lastimosamente real hasta en los detalles.


La 54 es una escuela “de clase media”. Por nivel de ingreso y por componentes culturales. Esto puede decirse no sólo de sus alumnos y familias, sino principalmente de sus maestros y profesores. A medida que se va avanzando en la carrera docente, se va acumulando puntaje para tomar cargos en actos públicos y con él la posibilidad de elegir donde quedarse a trabajar de modo definitivo. Quienes eligen este tipo de escuelas lo hacen por sus capitales culturales, y no por la cantidad de tan especial peculio, sino por las características de los elementos que lo componen. El docente de la 54 es como la 54.

La escuela está ubicada en el cruce de dos avenidas populosas, el ruido del tráfico casi no deja dar clases; no interesa, su ubicación céntrica permite compensar miedos y paranoias. Es que la realidad no importa, de hecho es la única escuela de la zona que sufrió un “secuestro” de todo su personal directivo. Un delincuente mal informado -hacía años que no había dinero en las escuelas- ingresó a robar, alguien logró llamar a la policía y el hampón decidió encerrarse en la secretaria con cuatro o cinco rehenes. La policía consiguió persuadirlo y se entregó. Pero la imagen de edificio moderno enclavado entre dos avenidas se impone sobre la contundencia de los actos; la mole da seguridad a los débiles, que siempre buscan mucho más aliviar la angustia presente que preservarse de posibles hechos futuros.

No fue la única intervención policial. Hubo otra dictada mucho más por la necesidad de disciplina escolar que por la inseguridad reinante. Un alumno de sexto grado fue trasladado esposado de la escuela a la comisaria, la directora y la madre decidieron llamar a la policía después que el chico arrojó por el aire un par de bancos.

Los padres también recurren a la comisaría a realizar lo que ellos creen son denuncias -en realidad les toman exposiciones civiles-. Eso sí, en primer lugar, cumplen con la nobleza de tratar de arreglar las cosas “en casa”. Son comunes las manifestaciones de progenitores de alumnos de un curso pidiendo la expulsión de algún niño considerado la encarnación misma de Belcebú por haber tirado un par de gomas o pegar chicle en el pelo de alguna rubiecita engreída. Si la Directora no actúa como creen que corresponde, la siguiente instancia es la comisaria.

Albertito del primero de la mañana fue uno de estos casos, una de estas exposición refería a él como “el agresor”, después de haber pinchado con un lápiz cerca del ojo de una compañera que le negaba no se qué útil. La madre de Albertito logró neutralizar los efectos del motín de padres apelando a Cesar: se le apareció a la inspectora en sede a explicar la situación de su hijo. 

Desde entonces los actos impropios de Albertito se acrecentaron de forma directamente proporcional al aumento de focalización de su maestra sobre la totalidad de su accionar escolar. En términos prosaicos, a Albertito le llenaron las pelotas.

Se las llenaron hasta que la estrategia docente dio sus frutos: Albertito se vio obligado a mostrar su verdadero ser, a develar a los ojos de todos una realidad que se sospechaba cada día con más fuerzas, detrás de ese niño de sólo 6 años, rellenito y retacón, rulado y cachetón, que llamaba más a la caricia materna que al reproche, se mal escondía algo muy distinto. Albertito, un mañana, armado hasta los dientes, tomó la escuela en un acto de cercanía excesiva con la definición de terrorismo.

El profesor de plástica era en ese momento el poseedor de un dudoso privilegio que comúnmente suelen regalar las escuelas primarias a los docentes se sexo masculino: era el único varón en la escuela. La directora le suplicó que intervenga, no sin antes disculparse por ponerlo en tal situación. Le explico que “en la escuela, los que ponemos el cuerpo cada día sabíamos que esto iba a terminar así, pero la inspectora, que viene una vez por año, no nos dejó solucionar el tema antes que pase a mayores”.

El profesor se asomó desde su aula del primer piso y llegó a ver a la última maestra metiendo casi a empujones a los niños más rezagados, para luego cerrar violentamente la puerta dejando al terrorista armado en medio del patio. Se le imponía un trabajo previo de inteligencia, para ello se ubicó en el lugar preciso desde donde dominar toda la estructura del edificio panóptico. 

En segundos, no quedó una sola puerta sin cerrar y asegurar, incluidas las de la secretaría, la cocina y el baño.

El hombre tenía hijos, lo inundaron las dudas, pero en uno de eso lapsus de heroísmo -y por lo tanto de irresponsabilidad- se arrojó escaleras abajo. Miró fijamente al extremista. Sabía que no debía dejarse impresionar por su pequeñez, su edad o esos cachetes redondos y rozados que daban ganas de pellizcar por ternura e histrionismo. El elemento estaba bien armado, un lápiz de buena punta, Faber, ocupaba su mano derecha. El sujeto no prestó atención a los movimientos del docente, era evidente que se sentía seguro. El héroe pensó una estrategia, giró la mirada, la detuvo ante el kiosco de cooperadora. ¡Vil mercado! Estaba abierto. El afán de lucro no se detiene ni ante el terror, no le teme a nada, mostrando nuevamente que nada hay más aterrador que el mercantilismo, sin importar el ámbito o el fin. 

El docente pasó cautelosamente por detrás del extremista, se aprovecho de su exceso de seguridad. Llegó despacio hasta el kiosco. Lo atendió un cooperador que, extrañamente indiferente, dedicaba sus esfuerzos a preparar “calentitos” para la sala de profesores. Pidió un chupetín, pagó con cinco pesos, con fastidio el kiosquero le dio la espalda para buscar monedas para el vuelto, pero cuando giró el profesor ya no estaba.

Ahora sí, no quedaba más que actuar. Se acercó al terrorista llamándolo por su nombre, con diminutivo incluido. Usaba una voz aniñada, diríase que ridícula hasta para niños con la mitad de la edad de Albertito.

Cuando estuvo suficientemente cerca alargo su mano con el chupetín y… ¡picó! Albertito pasó el arma de punta afilada a su mano izquierda habilitando su derecha para tomar el dulce; el docente aprovechó el instante preciso para tomar el letal lápiz con la punta de sus dedos. Alberto necesitaba las dos manos para pelar el chupetín, por lo que no opuso resistencia alguna. La escuela estaba a salvo.

Acariciándole los rulos llevó a Albertito a su aula, pero el terror suele dejar sus efectos mucho más allá de su duración. La maestra se apresuró a cerrar con llave en su instinto maternal de preservación de sus niños. Desde el otro lado del vidrio de la puerta del aula cambiaba enérgicas señas digitales de “no” con las clásicas indicadoras de locura dedicadas a su interlocutor, en este caso el héroe, que, como muchos otros próceres de nuestra tierra, comenzaba ya, a minutos de su heroísmo, a andar el camino de la desconsideración, cuyo destino final es el olvido.

La Dirección debió hacer las veces de improvisado presidio preventivo. El niño sólo se preocupaba por deleitarse del fruto de su acto pasándolo por cada rincón de su boca. La directora sentó al chico en la secretaría y encomendó a la secretaria que se encargará de él. El disgusto de la encomendada no le evito a Albertito el mismo tono de voz ridícula que había escuchado en el profesor.

Declarando el fin del estado de sitio la directora citó de urgencia a la madre del malogrado terrorista y le dijo sin sutilezas que ese acto había sido el último de Albertito en la escuela. No estaba nada mal para despedida.

La señora acudió nuevamente a las alturas de la sede de inspección y la inspectora, más por sentirse desautorizada que por preocupación por el niño -hacía rato que el ambiente de esa escuela no era lo mejor para Alberto- se presento de súbito en la escuela. Con cara de no haber tenido jamás una amiga la directora la hizo pasar a su oficina, se sentó en su gran sillón y le hizo traer a su superior un banco de aula. Le agregaba imponencia detrás suyo el cuadro cada vez más arruinado que un gran pintor de un pintoresco barrio portuario había donado hace muchos años. Le jugó a favor que esos miles de dólares en tela no estaban tirados en el piso como ocurría muy frecuentemente por las deficiencias que la pared presentaba a la estabilidad de los clavos.

La directora apenas permitió el saludo, inmediatamente lanzó “mientras yo esté en esta escuela, ese chico no entra, anda a La Plata, anda a donde quieras, acá no entra más”.

No confundamos esto con la audacia y el coraje, la directora ya había presentado los papeles para su jubilación y en general, cuando una docente decide jubilarse su mente y su alma pasa a retiro en el mismo momento de la decisión. Ese retiro muchas veces incluye la anulación de lo que hasta el día anterior era un miedo excesivo a cualquier consecuencia real o imaginaria de hasta el más mínimo acto.

La inspectora se reunió con la madre para explicarle, con mucha comprensión, que el ambiente de esa escuela no era sano para Albertito. Con el tono de quién hace un favor muy personal le recomendó que lo anotara en una escuela en la que la tolerancia y la comprensión reinan como las olas en el mar. Para evitar inconvenientes le extendió una carta de recomendación firmada por ella de puño y letra -las noticias sobre este tipo de atentados circulan muy rápido entre las escuelas de un mismo distrito-. La señora tomo el salvoconducto mientras le preguntaba cómo era posible que en su misma jurisdicción haya escuelas insanas para un chico y otras que son un paraíso. “Estamos muy atados” se lamentó la inspectora con más sinceridad de la que la señora le otorgó.

Albertito pasó a esa escuela ideal, donde pasó de victimario a víctima de un escarnio de baja intensidad de parte de alumnos que de ser alguna vez objeto de denuncias policiales lo serán por causas bien distintas a un lápiz clavado cerca del ojo de una compañera.


A. I.