viernes, 12 de octubre de 2012

El Segundo 17

"Yo estaba avergonzado e indignado. Eso es, indignado y avergonzado" añora casi confesionalmente Borges al recordar el 17 de octubre.
La movilización de masa que generará el movimiento político más importante del siglo, a Borges le trae a su memoria su personal sensación de vergüenza e indignación.
¿Era la irrupción pública de obreros empobrecidos en la escena pública lo que lo indignaba de esa forma? Podríamos al menos relativizar esa hipótesis recordando que fue él quién descubrió el brillo de los orilleros. Más que sus integrantes individuales, es la masa organizada lo que espanta a Borges, la vergonzante negación del individuo en el colectivo al que se entregan los sectores populares lo que su alma burguesa no logra superar.
Mucho menos la presencia del líder. Aquello aparecia como escesivamente similar a lo que debieron sufrir sus ancestros (¿y también los de Perón?) ante el impúdico rosismo.
Vivo en una Buenos Aires que ya no existe” decía Borges sobre los efectos de su ceguera. Cuando alguien le refería la esquina de Paraguay y Gurruchaga, su mente buscaba imágenes que ya no existían. Pero su mente se había quedado más lejos en el tiempo que los años en que sus ojos reflejaban esquinas. Borges vivía en el país de sus ancestros, aquel que apresuradamente se retiraba ante la irrupción de descamisados y enriquecidos sin alcurnia. Al escuchar "Perón", la mente de Borges buscaba apresuradamente a Rosas. Incluso –el, tan dado a desdoblamientos- al escuchar “Borges” recurría a Echeverría, y en La Fiesta del Monstruo escribió su propio “Matadero”.

viernes, 5 de octubre de 2012

No llegaron ni a la Punta del Obelisco


No hay evento trascendente de la historia -o del presente- que no tenga su reglamentaria teoría conspirativa. Como las paranoias, su credibilidad no depende del grado de capacidad intelectual o racionalidad del portador. Su posibilidad de existencia se encuentra en otro lado, funciona con una lógica propia… o más bien prestada, recibe la proyección de una fuerza de convencimiento surgida de lo más profundo de nuestros miedos y deseos. Así podemos encontrarnos con inteligentísimas y cultas personas que afirman que la llegada a la luna es un montaje. No van a alcanzar mil argumentos para sacarlos de ese estado de desconfianza; nada va a cambiar sus deseos de creer en el complot. Aunque mil veces vean el video de la bandera yanqui petrificada, van a seguir jurando que flamea, al punto de hacernos dudar de nuestros propios sentidos, por no decir de nuestras corduras. Es que para ellos, creer que los yanquis llegaron a la luna es ser algo así como unos cerdos vendidos al imperio del norte. Allí tal vez esté la clave, necesitamos creer en al menos algunos de estos absurdos conspirativos ante la impotencia frente al dominio de la información por parte de los grandes poderes sociales, económicos y políticos. De ese modo, creemos abrir falsos agujeros en la estructura que se nos aparece como impenetrable. Así como los delirios del lunático compensan la propia impotencia, estos delirios colectivos son artificiales salidas del cerco del poder, reemplazos inútiles de la necesidad de agruparnos y generar nuestro propio discurso colectivo frente a las patrañas de arriba.