lunes, 8 de junio de 2020

Al Cabo Que Ni Quería

Algunas veces, no tan esporádicas, mi hija responde a una prohibición con una adhesión mal actuada a la misma. Luego acomoda sus preferencias según la imposibilidad de evadirse de esa negativa a su deseo original, esta vez ya no actúa, la prohibición ha sido internalizada y ha determinado la nueva realidad de su deseo. Allí, la matriz del consenso. O antes, ya en la lógica edípica de nuestra identificación con el agresor.

Al recorrer nuestras vidas vamos incorporando temerosamente a nuestro cúmulo de deseos los deseos represivos del poder, los actuamos como propios y lo hacemos honestamente y con sinceridad; y allí vamos gustosos de la mano de nuestros verdugos, con falsas sonrisas que defendemos con furia cuando algo o alguien nos enfrenta al apenas opaco carácter artificial de nuestra alegría de víctima. Al fin y al cabo, por fin obtenemos la deseada aprobación de ese gigantesco padre.

Esta transformación no sólo nos evita conflictos que pueden salirnos caro, tiene un rasgo “positivo”: nos proyectamos en el poderoso represor; al llevar la bandera de su deseo nos creemos sus pares, los dos codo a codo bajo su bandera somos iguales y distintos a aquellos pobres sujetos que aún no pueden -se niegan- a comprender la dureza lógica de la realidad irrefutable; dureza que en última instancia sigue asentada en lo macizo de la cachiporra policial que hemos decidido esconder de nuestros ojos detrás de la puesta en pie de un nuevo deseo acorde al jefe del portador del palo.

La lógica del absurdo de nuestra nueva mentalidad es tan fuerte -detrás de ella, literalmente, hay un ejército- que cualquier argumentación en su contra es fácilmente visualizable como locura, anacronismo, absurdo, etc. etc.

A veces, el palo del represor está apenas mal escondido detrás del artificio que hemos montado. Lo podemos ver en las obscenas estadísticas de concentración mundial de riquezas, frente a las que el socialismo debería aparecer como la más obvia de las salidas, sin embargo, solemos criticar a quienes la proponen como delirantes quedados en el pasado, incapaces de ver su imposibilidad ¿cuál es esa imposibilidad sino la aparente desproporción de poder y fuerza? La imposibilidad es la del garrote, o más bien, la del miedo al garrote.

Pero la mayoría de las veces el palo represor queda como una lejana última instancia detrás de una cadena de mediaciones. ¿Cuántas veces tendemos a cambiar de opinión en dirección al poder por el sólo hecho de amansar la relación con nuestro entorno más cotidiano e inmediato? Hasta podemos vernos entregados con toda honestidad a la moderación -sino directamente a la autoagresión- en pos tan sólo de suavizar un vínculo específico.

Este cuadro podemos compensarlo con furibundas militancias defensoras de árboles, ballenas o tortugas de mar; o cualquier actividad contestataria en la que ningún poder de esos que disponen de palos se sienta interpelado de modo directo. El autoengaño se cierra con la sensación de estar de algún modo cambiando el mundo que el temor que nos robó nuestro deseo nos impidió cambiar en aquel, ahora anacrónico, mundo real.

A. I.