La artificialidad del
clásico “¡felicidades!” condensa la supervivencia meramente formal de alguna
forma de moral hacia el prójimo. Hoy nuestros buenos deseos -y hasta las solidaridades
concretas- persisten de forma residual, como practicas farisaicas, sin
sensibilidad alguna.
Sin embargo, estas prácticas
vacuas parecen mostrar que aun no nos hemos entregado a un desenfreno egoísta, todavía
portamos imperativos solidarios -intenalizados en nuestras socializaciones, en
las que fuimos construido como seres- a través de normas y ritos cumplidos
artificialmente y con fastidio, dejando en nuestras emociones tan sólo una
sensación de pesadez.Se trata sólo de un hilo de solidaridad, pero sin contenido alguno, sólo persiste como deber a cumplir economizando su realización al máximo, hasta donde la satisfacción de nuestras conciencias lo permite.
La sociedad nos va condenando a la individualidad más absoluta, pero a su vez no obliga a cumplir con los mínimos necesarios para que el colectivo subsista lo suficientemente como para que sigan existiendo los individuos.