Hay quienes creen que Jesús ni siquiera existió. Hay quienes
piensan que sí existió y fue un hombre importante. Algunos hasta lo llaman
profeta. Otros van un poco más allá, y lo llaman Cristo, que significa Mesías,
Salvador: para ello, dicen que además de humano fue Dios.
Allí mismo es donde se presenta el problema. ¿Cómo puede Dios morir? Y si así sucede, ¿Para qué? ¿Para qué creer en un Dios que muere? ¿Para qué puede ese Dios querer morir?
Allí mismo es donde se presenta el problema. ¿Cómo puede Dios morir? Y si así sucede, ¿Para qué? ¿Para qué creer en un Dios que muere? ¿Para qué puede ese Dios querer morir?
Entre los que reconocen a Jesús como Dios, hay quienes
piensan que los seres humanos habían ofendido a Dios con su propio pecado, y que
no tenían manera de restituir esa gloria mancillada; por lo que la manera que
Dios encontró de salvar su honor fue Él mismo pagar esa deuda contraída por el
ser humano: muriendo Él la muerte que al ser humano le correspondía. Ahora
bien, ¿Puede decirse que eso es amor? ¿Puede decirse que hay un verdadero
perdón cuando la deuda, al fin y al cabo, es cobrada hasta la última instancia?
Asimismo, entre los que reconocen a Jesús como Dios, hay quienes
no consideran que su muerte fuese un sacrificio expiatorio, es decir, un
sacrificio para cubrir una culpa ajena. Para ellos, su muerte fue simplemente
un asesinato de parte de los seres humanos, incapaces de reconocer tan radical
manera de amar. Para ellos, Jesús, en su muerte, estaba tomando el lugar de
todos los crucificados, excluidos de la historia. El Cristo ocupó, de manera paradigmática,
el lugar de la víctima que muere injustamente, reclamando su dignidad negada. Su
muerte, entonces, es entendida como la consecuencia inevitable de una vida de
lucha frente a los poderes de muerte del sistema.