La moral ha seguido exactamente el camino “decadente” que
sus grandes profetas defensores de antaño habían anticipado con tintes
catastróficos; sólo que cuando llegó, lejos de parecerse al preludio del fin del
mundo, lo percibimos como evolución progresiva. Incluso estamos orgullosos de
aquello que en el pasado se temía como síntoma del caos.
Los próceres de la ciencia ficción imaginaban pantallas en las que se podría leer el resultado de las
carreras o el pronóstico del tiempo; televisores enormes que apenas sobresalían
de las paredes; hombres con
aparatos portátiles con los que se podían comunicar con cualquier otro en
cualquier momento. Hoy vivimos en el mundo futurista que la ficción anticipó como
fantástico (baste recordar que Star Trek inspiró al inventor de esos intercomunicadores sin los que no podemos salir a la calle); sin embargo creemos –tal vez con razón- que habitamos la misma realidad
que nuestros padres o abuelos, hasta pensamos que aquellos autores futuristas
se excedían en el uso de su imaginación.